La vida de Nelio Ramón

El sonido de sus pasos era el único que callaba al silencio, eterno dueño de aquél lugar, según le pareció sentir a Nelio Ramón. Fue pocos pasos después cuando se le cruzó aquélla idea de su muerte, seguramente tan solitaria como el ave que luego vendría a servirse de sus vivas insensibilidades, ya eternas. Quizás su muerte se le apareció porque ese lugar vacío, silencioso, inquietante, era lo que él se imaginaba podría ser lo que viviera después de vivir, en sus adentros triunfaba el pensamiento que estaba viendo y sintiendo algo que no podía ser tan quieto no, algo así no podía ser parte del mundo.
Por eso se empezó a imaginar que ésas piedras que él iba pisando y haciendo gritar, deberían de hablarse con los pocos brotes de cosas que nunca llegaban a ser más que yuyos secos o casi en cuatro o cinco milagros, imposibles árboles que a modo de esperanza parecían esperar más que agua la sequía que al fin los hiciera olvido.
Si, seguro que en ése lugar los cerros debían contarle a todas las demás cosas lo que ocurría allá, mucho más lejos, mucho más incluso de donde él venía. Cuando pensaba en eso podía jurar que también lo sentía entonces, caminaba sabiendo que de él dependía que lo volvieran a ver pero a ser sincero, le habían entrado ganas de ser parte de todo aquello.
Al fin de cuentas un lugar especial hace especial a sus integrantes y él en la vida que iba acarreando hasta ese sitio, sólo era uno más que hasta uno menos podía ser, que muy pocos, por muy pocos días lo notarían.
Fue en ésos pensamientos que concluyó que sería preferible ser nadie en la nada que ser nadie en medio de multitudes tan vacías como los sueños que se persiguen.
Así fue que Nelio Ramón caminó hasta el hilo de agua que supo apenas vio, debía su poca vida al deshielo y nada más, mojó su cara, agradeció al río como el que quiere empezar una reunión causando una buena impresión, armó y prendió uno de los que consideró sus últimos 20 o 30 tabacos, soltó el aire rumbo al cerro más cercano para que el humo le contara, se descalzó, sintió las piedras bajo su peso amortiguado por la piedra grande donde estaba sentado y sonrió.
Ésa sería su vida más feliz, la que lo llevara entre risas y placeres a la muerte, la que limpiaría su cuerpo antes de llevarlo fino, sin sobradas comidas encima. Así Nelio Ramón supo que al día siguiente moriría o quizás a los diez años no importaba, porque Nelio Ramón estaba sintiendo en el mismo segundo su vida y su muerte en aquél lugar, ya nada iba a ser mejor que aquello. Sabía que nadie saldría en su búsqueda, que supondrían no había podido pasar por aquél lugar sin doblegarse en su última actitud de vida, ante el famoso calor que con el correr de los días, seguramente se le iba a meter en la sangre hasta que el cuerpo todo hirviera, sonrió, como quién hace un trato ventajoso y siguió buscando su vida en medio de todo aquél polvo naranja. Supo que lo encontraría.
Por eso se dice que Nelio Ramón murió aquél día en el que decidió vivir, un tiempo después, si es que los minutos, los días y los años se cuentan en aquél lugar, el cerro supo de la nueva vida de aquél que tantas veces le habló a los gritos desde abajo, donde sólo era apenas un pequeño punto. Y lo supo cuando aquéllos bichos que dibujaban negro en el cielo tan eterno como celeste, pusieron en una de sus rocas aquélla piedra blanca con algunos pedazos de algo que ya podrido daba de comer, volvía a vivir en las alas y en el viento que las movía. Por eso es que algunos que han pasado por allí dicen que  el viento jura a quien lo pueda oír, que aquélla piedra blanca todavía, mantenía la sonrisa. 

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